No refieren las crónicas callejeras, esas crónicas amenas que escuchamos en platicas sabrosas con los viejos, ni el
nombre verdadero del protagonista, ni la época cierta en que acaeció el
sucedido que hoy lanzamos a los vientos de la publicidad.
Pero el hecho fue tan cierto, como que todos
los hombres son mortales, física, ya que no intelectualmente, pues de los
académicos se dice que no lo son. Y el que dude puede consultar las citadas y
verídicas crónicas, tan antiguas como sus autores.
Allá en el siglo XVII, como ahora, muchos no
podían salir de perico-perros.
En la Secretaria de Cámara del Virreinato de
Nueva españa, había un oficial escribiente, de aquellos que se momifican en su
empleo y que a su muerte no sirven ni de pasto a los gusanos.
El sueldo apenas le era suficiente para vivir
en una casa de vecindad, mantener a una esposa, obesa por hidrópica, y a una
docena de escuálidos nenes, seis del sexo bello y los otros del masculino; pero
todos extenuados por los ayunos.
Sentado en un gigantesco banco de tres pies, inclinado
sobre la papelera despintada de la oficina, garabateando pliego tras pliego de
minutas, nuestro hombre, a quien llamaremos D. Bonifacio Tirado de la Calle,
pasaba las mañanas, las tardes, y aún los días enteros, de mal humor, aburrido,
esperando con ansia la hora de comer y en especial la noche en la que, con su
cara mitad, se consagraba al cultivo de jardines en el aire, tarea tan
improductiva como inocente.
No había sorteo de la Real Lotería en que no jugara con afán, ¡y con qué ahinco
desdoblaba el billete para ver si su número aparecía en la lista, que con toda
puntualidad publicaba la Gaceta de D. Manuel Valdés!
Pero nada, la suerte siempre le era esquiva, y por centenar más y por unidad
menos, el premio gordo caía en números de otros más afortunados que el buen D.
Bonifacio.
Desesperado de esta situación, resmas de memoriales había escrito pidiendo un
ascenso en las vacantes, y calvo se había quedado de arrancarse los cabellos en
sus horas cotidianas de tribulación.
Cierto día en que el destino parece que se empeñaba en nortificarle más, pues
su mujer, su único consuelo, y sus hijos, sus futuras esperanzas, se habian
disgustado con él porque no los había llevado a la feria de San Agustín de las
Cuevas, D. Bonifacio, al entrar en la oficina, gruñó sólo un saludo a sus
colegas, se sentó en el tripié, se reclinó sobre el apolillado
escritorio, la cabeza entre las manos y la mirada fija en las vigas del cedro
secular, que sostenía la techumbre de la sala del Real Palacio en que se
hallaba.
De repente el banco de tres pies rechinó por un movimiento brusco de D.
Bonifacio, los ojos del buen calvo brillaron iluminados por la musa que inspira
las risueñas esperanzas; tomo la de ave, y en papel sellado
para el Bienio corriente, deslizó la pluma por espacio de
veinte minutos, hasta que el ruido especial que produce ésta cuando se firma,
indicó qu había terminado. En efecto, puso rúbrica, echó arenilla, escribió la
dirección, y después de tomar su sombrero, su bastón y de dirigir un
amabilisimo "¡buenas tardes, señores!" risueño y como unas pascuas
encaminó sus pasos hacia la sala en que se encontraba el Secretario de Su
Excelencia.
¿Qué había escrito? Un nuevo memorial
al Excelentísimo Señor Virrey, Capitán General y Presidente de la Real
Audiencia de Nueva España.
Y una tarde, D. Bonifacio Tirado de la
Calle encontrábase en la esquina del Portal de Mercaderes y Plateros,
precisamente frente al lugar donde se colocaba desde aquellos remotos
tiempos, el cartel del Coliseo.
Se conocía que esperaba algo con ansiedad, pues su vista no se desviaba un ápice del Real Palacio.
Transcurrieron breves instantes. Los pífanos de la guardia de alabarderos
anunciaron que el Excelentísimo Señor Virrey salía a pasear.
Nuestro D. Bonifacio se estremeció. Un sudor frío recorrio todo su cuerpo;
sintió como un hueco en el estómago y su corazón latía como si dentro le
repicaran; pero espero con ansia aunque resignado.
Ya se acercaba el Virrey seguido de lujoso acompañamiento. D. Bonifacio
sentíase aturdido. Como relámpagos cruzaron por su mente los desengaños de
otros días, y una próxima esperanza le hacía ver color de rosa el lejano horizonte
en que se destacaban el Real Palacio y la comitiva que ya iba a desfilar
delante de su persona.
El Virrey, montado en magnífico caballo prieto, al llegar a la esquina del
Portal, estiró las bridas del noble bruto, que arrojando blanca espuma por entre
el freno que tascaba, se detuvo, respiró con fuerza y levantó las orejas de su
primorosa cabecita, al encontrar sus ojos negros la pálida figura de D.
Bonifacio.
El Virrey, com amable sonrisa, saludó a nuestro hombre, sacó con pausa del
bolsillo una rica caja de rapé, de oro, con preciosas incrustaciones y
ofreciéndosela, preguntó:
- Tirado de la Calle, ¿gusta vuesa señoría?
- Gracias, Excelentisimo Señor: que me
place - Contestó el interrogado, acercándose hasta el estribo y
aceptando con actitud digna, como de quien recibe una distinción que
merece.
Despidióse el Virrey con galantes
cumplidos que fueron debidamente correspondidos: y esta misma escena se
repitió durante muchas tardes, en la esquina del Portal de Mercaderes y
Plateros.
La fortuna de nuestro hombre cambió
desde entonces. Por toda la ciudad circuló la voz de que D. Bonifacio
Tirado de la Calle gozaba de gran influencia con el Virrey, y que éste
tenía la única, la excepcional deferencia de ofrecerle tarde con tarde
un polvo en plena esquina del Portal de Mercaderes y la calle de
Plateros.
Muchos acudieron a la casa de D. Bonifacio en busca de recomendaciones, y muchos también le colmaron de obsequios.
D. Bonifacio Tirado de la Calle representaba su papel a las mil maravillas.
Se hacía a veces el hipocriton, diciendo que no valían nada sus
recomendaciones, y otras se daba más humos que el portero de Su Excelencia.
Empero los regalos menudeaban, la fama
vocinglera daba más fuertes trompetazos cada día, y uno de ellos llegó a
oídos del Virrey quien llamó a nuestro hombre y le dijo:
- He comprendido todo. Merece vuesa merced un premio por su ingenio.
Inútil nos parece reproducir el contenido del Memorial
de D. Bonifacio; el lector lo habrá adivinado; y sólo añadiremos que el
Virrey afirmaba que hubiera sido un mezquino el que no accediera a esa
solicitud; detenerse en la esquina, ofrecer un polvo y marcharse.
Cuentan que D. Bonifacio Tirado de la Calle aseguró el porvernir de su familia.
Y ya se ve que lo aseguró, pues agregan las citadas crónicas callejeras que labró una fortuna con los polvos del Virrey.
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