Allá por el barrio de San
Pablo, casi en los suburbios de la ciudad, tantas veces llamada de los
Palacios, y en la calle conocida con el nombre indígena de el Cacahuatal,
existió una casa vieja que databa de mediados del siglo XVII, y que después de
tantos años, era casi del todo una ruina.
Carcomida por la humedad y el
salitre, llena de hierbas nacidas entre las cuarteaduras de sus
ennegrecidos muros, destechada, con maderos hendidos y apolillados, que
habían dejado vacíos los claros de puertas y ventanas; aquella casa que
fue derrumbada no hace muchos años, era fea, triste, melancólica, por la
soledad sólo interrumpida en las noches sin luz de aquel barrio, por el
chirrido de los repugnantes murciélagos que azotaban las paredes, o por
el canto de uno que otro desvelado tecolote que abandonando las torres
viejas iban a visitar ese sepulcro falto hasta de cadáveres.
La casa por lo demás, pertenecía al
orden usado entonces, y por las cruces, emblemas, letras, grifos y
adornos que casi borrados ostentaba su fachada, mas parecía haber sido
la tranquila mansión de un obispo o de un solitario religioso que huye
del bullicio de la ciudad, que la morada de un judío, como quiere la
tradición.
Empero, aunque sin haber encontrado, a
pesar de repetidas investigaciones, el fundamento histórico de la
creencia popular, desde muy niños hemos oído referir que en la citada
casa vivió D. Tomás Treviño y Sobremonte, judaizante quemado vivo por la
Santa Inquisición.
¿Pero quién fue ese célebre personaje?
¿que delitos enormes cometió para incurrir en esa horrible pena, cuya
sola mención hace estremecer de espanto?
D. Tomás Treviño y Sobremonte, que por
algún tiempo se llamó Jerónimo de Represa, era natural de Medina del
Río Seco, en Castilla la Vieja, e hijo de D. Antonio Treviño de
Sobremonte y de Da. Leonor Martínez de Villagómez. Esta Da. Leonor había
sido relajada en estatua por judaizante, en la Inquisición de
Valladolid, así como otros muchos de sus parientes.
Ignoramos cuándo pasó a Nueva España
D. Tomás Treviño, o Tremiño, como le apellidan otros. Sólo sabemos que a
principios del siglo XVII fue preso por la Inquisición: pero entonces,
aparentando sin duda arrepentimiento, logró ser reconciliado y puesto en
libertad.
Poco después casóse con María Gómez, y
de ella hubo dos hijos, Rafael de Sobremonte y Leonor Martínez, que
también cayeron en las garras del Santo Oficio.
En México, Treviño Sobremonte se
dedicó al comercio e hizo frecuentes viajes por el interior del país.
Cierto tiempo se estableció en Guadalajara, capital a la sazón de Nueva
Galicia, donde tuvo una tienda con dos entradas. Bajo de una de sus
puertas había enterrado un Santo Cristo, y se cuenta que a los
marchantes que por allí entraban les vendía más baratas las mercancías,
que a los que entraban por la otra. Se cuenta también que noche con
noche azotaba a un Santo Niño de madera, que como la escultura
conservaba después las señales de los azotes, fue tenida por milagrosa y
muy venerada en la iglesia de Santo Domingo.
Vuelto a México, cayó nuevamente en
poder del Santo Tribunal; mas la enumeración de sus crímenes (?) bien
merece ser conocida, y para hacerla, nos
vamos a permitir extractar algunos trozos del compendio de su causa, que por
aquel tiempo círculo impresa.
vamos a permitir extractar algunos trozos del compendio de su causa, que por
aquel tiempo círculo impresa.
"Fue preso -dice- con secuestro de
bienes por judaizante relapso. Salió tan arrepentido de la Fe, que se
celebró en la iglesia del Convento de Santo Domingo de esta ciudad, a
los 15 de Junio de 1625, que apenas se vio en libertad cuando comenzó a
comunicarse de nuevo con sus cómplices, con que manifestó la ficción y
cautela con que procedió en la primera causa en sus confesiones,
encubriendo siempre en ellas propios, y ajenos defectos, y con otras
personas judaizantes, dándoles noticias de las cosas que en el S. Oficio
y sus cárceles pasaban, e instruyéndolas para en caso que se vieran
presos del modo con que se habían de portar, haziéndoles creer, que en
estar negativo había consistido el buen suceso de su causa. Trató ya
reconciliado, como judío tan de corazón, casarse con la dicha María
Gómez, de quien se sabía ser también judía y sus mayores habiéndose
comunicado por
tales. El día de la Boda convidó para ella a muchos de las de su caduca
ley, y
la celebró con ritos y ceremonias judaicas, poniéndose al tiempo de
comer un
paño en la cabeza, y dando principio a los demás platos con uno de
buñuelos con
miel de abejas, alegando para ello cierta historia apócrifa, que decía
ser de
la Escritura, en que se mandaba hacerse así; degollando con cuchillo las
gallinas que se habían de servir a la mesa de su suegra Leonor Núñez,
conformándose en semejantes ceremonias con su yerno, diciendo tres veces
al
degollarlas vueltos los ojos hacía el Oriente, cierta oración ridícula,
lavándose este pérfido judío después de comer tres veces las manos con
agua
fría por no quedar treso, que es lo mismo que manchado."
Se le acusó de haber incitado a su
mujer y a su cuñada Isabel Núñez a que se denunciaran ante la
Inquisición, por estar ya presos su suegra y otros de sus cuñados, Ana
Gómez y Francisco López de Blandón; de haberse hecho circuncidar por uno
de los suyos, lo mismo que a su hijo; de practicar continuos ayunos,
valiéndose para verificarlo de "fingidas jaquecas y desganos de comer",
de no oír misa y de confesarse "al modo judaico, puesto de rodillas en
un rincón con harto
feas ceremonias..."
Que cuando acababa de comer o de
cenar, caminando en unión de católicos, al darles los "buenos días", o
las "buenas noches", no respondía "Alabado sea el Santísimo Sacramento",
sino: "Beso las manos de Vuestras
Mercedes". Que su mujer le llamaba "Santo de su Ley", y que en su
prisión se valía de la lengua mexicana o azteca para comunicarse con su
cuñado Francisco de Blandón. Que maldecía, en fin, repetidas veces al
"Santo Oficio, a sus Ministros, a los que le fundaron y a los Reyes que
les tienen en sus Reinos".
"Y hecha la cuenta -prosigue el
extracto de su causa- se halla haber hecho estos ayunos por espacio de
cinco años, y a no haber acudido con hacerle comer por fuerza, hubiera
muerto de este rigor de ayunos. Los delitos suyos si se hubieran de
referir pedían volumen grande, basta decir que la noche que se le
notificó su sentencia de relajación, descubrió el rostro y se quitó la
máscara de fingido católico, y dijo que era judío, y que quería morir
como tal, y que le cojía la
muerte habiendo acabado de hacer un ayuno de setenta y dos horas; y
diciéndole
que había de morir al día siguiente, dijo que no, sino en el día que
estaba,
contando el día al modo judaico, de puesta del Sol a Sol..."
Seamos justos. Leyendo las líneas
anteriores se pregunta uno:
¿Fue aquel infeliz judío un
fanático? ¿Sus sectarios no le contarán por ventura en el número de los
mártires de su religión?
El 11 de Abril de 1649
celebró la Inquisición uno de los más notables y pomposos Autos, y entre
otros
fue juzgado y condenado a ser quemado vivo D. Tomás Treviño de
Sobremonte.
No describiremos la famosa procesión de la Cruz Verde, que salió la
víspera, ni conduciremos al lector al tablado que se levantó en la
plazuela del Volador apoyado en la fachada de la iglesia de Porta Coeli,
ni oiremos la lectura fastidiosa de muchas causas insípidas y
monótonas; sólo seguiremos a D. Tomás Treviño.
"Salió al Cadalso con
Sambenito y Coroza de condenado, sin cruz verde en las manos que no la quiso
admitir, mordaza en la boca, porque eran tantas las blasfemias que decía, que
se usó de este medio que no aprovechó, según las bravuras que hacía, y fué
entregado a la justicia y brazo seglar..."
Una vez en poder de la autoridad
ordinaria, se le montó en una mula que mucho corcoveaba, se le mudó a
otra, y en seguida a otras sucesivamente. El vulgo dijo que "los
animales no querían llevar a cuestas tan perro judío." ¿Por qué no decir
mejor que se resistían a conducir a un pobre hombre a tan semejante
suplicio? Al fin se le puso en un caballo que era conducido por un
indio. El indio exhortaba a Sobremonte para que creyera en "Dios Padre,
Dios Hijo y Dios Espíritu
Santo"; pero a las palabras acompañaba la acción, dándole tremendos
puñetazos.
¡Qué espectáculo! ¡Un siervo de la Colonia atormentando a una víctima de
su
dominador!
El reo en su cabalgadura
atravesó la plaza, los portales, las calles de Plateros y San Francisco, hasta
llegar al quemadero, situado entre el convento de san Diego y la Alameda.
Se le amarró al garrote del suplicio.
El gentío era inmenso, llenaba todas las avenidas, las azoteas de las
casas vecinas, las torres de las iglesias de San Diego y San Hipólito,
las ventanas y todas las copas de los árboles de la Alameda. Esa
multitud estaba formada de curiosos que iban a presenciar un acto
teatral, y de devotos que esperaban ganar miles de indulgencias. Los
sentimientos humanitarios se escondían allá en el fondo de los
corazones. ¡Estaba prohibida bajo severas censuras la compasión!
De repente se encendió la
llama de la hoguera, chisporrotearon los maderos secos, y el humo se elevó como
huyendo de aquel horrible espectáculo.
La victima casi sofocada, mas sin
exhalar un grito, ni un gemido, ni una queja la más leve, se contentó
con exclamar, recordando sus bienes confiscados, y atrayendo con los
pies las brasas escondidas:
-¡Echen leña, que mi dinero
me cuesta!
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