Cuando existieron personajes en esa época colonial
inolvidable, cuando tenemos a la mano antiguos testimonios y se barajan
nombres auténticos y acontecimientos, no puede decirse que se trata de
un mito, una leyenda o una invención producto de las mentes de aquél
siglo. Si acaso se adornan los hechos con giros literarios y sabrosos
agregados para hacer más ameno un relato que por muy diversas causas ya
tomó patente de leyenda. Con respecto a los nombres que en este cuento
aparecen, tampoco se ha cambiado nada y si varían es porque en ese
entonces se usaban de una manera diferente nombres, apellidos y
blasones.
Durante muchos años y según consta en las actas
del muy antiguo convento de la Concepción, que hoy se localizaría en la
esquina de Santa María la Redonda y Belisario Domínguez, las monjas
enclaustradas en tan lóbrega institución, vinieron sufriendo la
presencia de una blanca y espantable figura que en su hábito de monja de
esa orden, veían colgada de uno de los arbolitos de durazno que en ese
entonces existían. Cada vez que alguna de las novicias o profesas tenían
que salir a alguna misión nocturna y cruzaban el patio y jardínes de
las celdas interiores, no resistían la tentación de mirarse en las
cristalinas aguas de la fuente que en el centro había y entonces ocurría
aquello. Tras ellas, balanceándose al soplo ligero de la brisa
noctural, veían a aquella novicia pendiente de una soga, con sus ojos
salidos de las órbitas y con su lengua como un palmo fuera de los labios
retorcidos y resecos; sus manos juntas y sus pies con las puntas de las
chinelas apuntando hacia abajo.
Las monjas huían despavoridas clamando a Dios y a
las superioras, y cuando llegaba ya la abadesa o la madre tornera que
era la más vieja y la más osada, ya aquella horrible visión se había
esfumado.
Así, noche a noche y monja tras monja, el
fantasma de la novicia colgando del durazno fue motivo de espanto
durante muchos años y de nada valieron rezos ni misas ni duras
penitencias ni golpes de cilicio para que la visión macabra se alejara
de la santa casa, llegando a decir en ese entonces en que aún no se
hablaba ni se estudiaban estas cosas, que todo era una visión colectiva,
un caso típico de histerismo provocado por el obligado encierro de las
religiosas.
Más una cruel verdad se ocultaba en la fantasmal
aparición de aquella monja ahorcada, colgada del durazno y se remontaba a
muchos años antes, pues debe tenerse en cuenta que el Convento de la
Concepción fue el primero en ser construído en la Capital de la Nueva
España, (apenas 22 años después de consumada la Conquista y no debe
confundirse convento de monjas-mujeres con monasterio de
monjes-hombres), y por lo tanto el primero en recibir como novicias a
hijas, familiares y conocidas de los conquistadores españoles.
Vivían pues en ese entonces en la esquina que hoy
serían las calles de Argentina y Guatemala, precisamente en donde se
ubicaba muchos años después una cantina, los hermanos Avila, que eran
Gil, Alfonso y doña María a la que por oscuros motivos se inscribió en
la historia como doña María de Alvarado.
Pues bien esta doña María que era bonita y de
gran prestancia, se enamoró de un tal Arrutia, mestizo de humilde cuna y
de incierto origen, quien viendo el profundo enamoramiento que había
provocado en doña María trató de convertirla en su esposa para así ganar
mujer, fortuna y linaje.
A tales amoríos se opusieron los hermanos Avila,
sobre todo el llamado Alonso de Avila, quien llamando una tarde al
irrespetuoso y altanero mestizo, le prohibió que anduviese en amoríos
con su hermana.
-Nada podeís hacer si ella me ama -dijo
cínicamente el tal Arrutia-, pues el corazón de vuestra hermana ha
tiempo es mío; podéis oponeros cuanto queráis, que nada lograréis.
Molesto don Alonso de Avila se fue a su casa de
la esquina antes dicha y que siglos después se llamara del Relox y
Escalerillas respectivamente y habló con su hermano Gil a quien le contó
lo sucedido. Gil pensó en matar en un duelo al bellaco que se
enfrentaba a ellos, pero don Alonso pensando mejor las cosas, dijo que
el tal sujeto era un mestizo despreciable que no podría medirse a espada
contra ninguno de los dos y que mejor sería que le dieran un
escarmiento. Pensando mejor las cosas decidieron reunir un buen monto de
dinero y se lo ofrecieron al mestizo para que se largara para siempre
de la capital de la Nueva España, pues con los dineros ofrecidos podría
instalarse en otro sitio y poner un negocio lucrativo.
Cuéntase que el metizo aceptó y sin decir adiós a
la mujer que había llegado a amarlo tan intensamente, se fue a Veracruz
y de allí a otros lugares, dejando transcurrir los meses y dos años,
tiempo durante el cual, la desdichada doña María Alvarado sufría,
padecía, lloraba y gemía como una sombra por la casa solariega de los
hermanos Avila, sus hermanos según dice la historia.
Finalmente, viendo tanto sufrir y llorar a la
querida hermana, Gil y Alonso decidieron convencer a doña María para que
entrara de novicia a un convento. Escogieron al de la Concepción y tras
de reunir otra fuerte suma como dote, la fueron a enclaustrar
diciéndole que el mestizo motivo de su amor y de sus cuitas jamás
regresaría a su lado, pues sabían de buena fuente que había muerto.
Sin mucha voluntad doña María entró como novicia
al citado convento, en donde comenzó a llevar la triste vida claustral,
aunque sin dejar de llorar su pena de amor, recordando al mestizo
Arrutia entre rezos, angelus y maitines. Por las noches, en la soledad
tremenda de su celda se olvidaba de su amor a Dios, de su fe y de todo y
sólo pensaba en aquel mestizo que la había sorbido hasta los tuétanos y
sembrado de deseos su corazón.
Al fin, una noche, no pudiendo resistir más esa
pasión que era mucho más fuerte que su fe, que opacaba del todo a su
religión, decidió matarse ante el silencio del amado de cuyo regreso
llegó a saber, pues el mestizo había vuelto a pedir más dinero a los
hermanos Avila.
Cogió un cordón y lo trenzó con otro para hacerlo
más fuerte, a pesar de que su cuerpo a causa de la pasión y los ayunos
se había hecho frágil y pálido. Se hincó ante el crucificado a quien
pidió perdón por no poder llegar a desposarse al profesar y se fue a la
huerta del convento y a la fuente.
Ató la cuerda a una de las ramas del durazno y
volvió a rezar pidiendo perdón a Dios por lo que iba a hacer y al amado
mestizo por abandonarlo en este mundo.
Se lanzó hacia abajo.... Sus pies golpearon el brocal de la fuente.
Y allí quedó basculando, balanceándose como un péndulo blanco, frágil, movido por el viento.
Al día siguiente la madre portera que fue a
revisar los gruesos picaportes y herrajes de la puerta del convento, la
vio colgando, muerta.
El cuerpo ya tieso de María de Alvarado fue
bajado y sepultado ese misma tarde en el cementerio interior del
convento y allí pareció terminar aquél drama amoroso.
Sin embargo, un mes después, una de las novicias
vió la horrible aparición reflejada en las aguas de la fuente. A esta
aparición siguieron otras, hasta que las superiores prohibieron la
salida de las monjas a la huerta, después de puesto el sol.
Tal parecía que un terrible sino, el más trágico
perseguía a esta familia, vástagos los tres de doña Leonor Alvarado y de
don Gil González Benavides, pues ahorcada doña María de Alvarado en la
forma que antes queda dicha, sus dos hermanos Gil y Alonso de Avila se
vieron envueltos en aquella conspiración o asonada encabezada por don
Martín Cortés, hijo del conquistador Hernán Cortés y descubierta esta
conjura fueron encarcelados los hermanos Avila, juzgados sumariamente y
sentenciados a muerte.
El 16 de julio de 1566 montados en cabalgaduras
vergonzantes, humillados y vilipendiados, los dos hermanos Avila, Gil y
Alonso fueron conducidos al patíbulo en donde fueron degollados. Por
órdenes de la Real Audiencia y en mayor castigo a la osadía de los dos
Avila, su casa fue destruída y en el solar que quedó se aró la tierra y
se sembró con sal.
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