domingo, 7 de abril de 2013

La Bandida Y Marco Antonio

Poco después de mudarse a la capital, la rutina de Marco era ir a la XEW a trabajar por las mañanas y dividir la tarde y la noche entre los cafés, los billares, y El Faro a ver si encontraba una oferta para cantar en alguna fiesta o serenata. Muy entrada la madrugada llegaba a su cuarto en Tepito a descansar.
En los billares, donde se reunían los músicos en sus ratos de ocio, Marco oyó hablar de un lugar fantástico en el que se ganaba mucho dinero, la casa de citas de La Bandida.
Marina Ahedo, conocida también como La Bandida o Graciela Olmos, debe su sobrenombre a que se casó con uno de los hombres de Pancho Villa a quien apodaban el Bandido. A la muerte de su marido puso la famosa casa de citas y fue un éxito: a ella llegaban los hombres más famosos, ricos y poderosos de México a visitarla, escuchar los corridos que escribía (de hecho, la canción La enramada es de ella) y, por supuesto, a buscar los favores de las damas que ahí trabajaban. Los músicos que conseguían cantar en el lugar recibían generosas propinas de aquella exclusiva concurrencia.
La Bandida ya no puede
con la ley de la mordaza
va a empezar a abrir la boca
y a ver que cabrones pasa...
Líderes y gobernantes
todititos son igual,
el pueblo se muere de hambre
y ellos usan Cadillac...
Fragmento de un corrido escrito por la bandida
Pero era muy difícil conseguir trabajo en la casa de La Bandida, porque muchos competían por un espacio. La primera vez que Marco entró fue como cliente, acompañando a un artista que estaba ganando fama en aquellos días: Beny Moré. Marco lo conoció en la XEW y, Beny que era muy parrandero, le pidió que lo acompañara, no una sino varias veces. Marco acompañó también a otras personalidades y músicos a la casa de La Bandida hasta que comenzó a ser familiar entre sus trabajadores.
¿Qué cómo logró trabajar en la casa? Por su buena estrella... Entre las muchachas que ahí ofrecían sus servicios se encontraba Sandra, la más guapa de todas a los ojos de Marco, y para su suerte ella se fijó en él.
Ante mi soledad sentimental, Sandra se convirtió en mi ideal de mujer. ¿Qué podía importarme su forma de ganarse la vida, si en lo personal era muy dulce? ... Su filosofía era asombrosa: entre semana, y a pesar de ser ya su pareja, no me dejaba tocarla ni hacerle el amor, afanes destinados sólo para el domingo, que era mi día de fiesta.
Al poco tiempo Sandra le pidió a la Bandida que aceptara a Marco: Fíjese mami (porque todos en la casa la llamaban madre o mami) que hay un muchacho que canta muy bonito y yo quiero que me haga el favor de ver si lo puede acomodar aquí. Así de fácil, Marco comenzó a cantar en la casa de La Bandida.
Las muchachas eran bien aleccionadas antes de comenzar a trabajar. Recuerden, les decía La Bandida, antes que nada, deben escuchar al cliente, sus problemas y sus tristezas. Y eso hacían: Entonces tu mujer te dijo eso, ¡qué bárbara! Y qué le contestaste... y entre copa y copa, la clientela desahogaba sus tristezas primero, tomaba y oía música después y daba rienda a sus apetitos carnales como punto final

Desde la perspectiva del músico, las cosas en la casa funcionaban así: la muchacha platicaba con el cliente, y para amenizar la velada le pedía que llamara a un trío. Por eso importaba que los músicos se llevaran bien con las muchachas. Ellos tocaban y el cliente los recompensaba con una propina, regularmente generosa.
Algunos de los asistentes llegaban a ser peligrosamente posesivos. Marco acompañaba al trío cantando y tocando las maracas, y en más de una ocasión hubo quien pensó que era él quien regenteaba a la muchacha y, llevados por los celos, llegaron a amenazarlo incluso con pistola. En todos esos casos, La Bandida intervino poniendo a cada quien en su lugar tan sólo con su presencia, su autoridad y su impresionante calma para enfrentar la violencia. Como medida de precaución, Marco comenzó a cantar llevando una guitarra y haciendo como que la tocaba... y nunca más lo molestaron. Así era el ambiente macho en los años cincuenta.
Con el tiempo La Bandida le tomó cariño a Marco, quien a la postre se convirtió en el acompañante de sus corridos, gracias a su buena memoria para aprenderse canciones.
Una buena noche, la madre me mandó a llamar. Me sonreía con afecto, pero sentí que algo raro alteraba la atmósfera. ¿Te acuerdas de la guitarra que siempre saco a presumir? Bueno, me la regaló Manolete (el famoso torero). La guitarra –continuó al tiempo que me la mostraba– es ésta y quiero regalártela esta noche. ¿Pero por qué? Es un instrumento de incalculable valor y no soy yo el que se la merece.- Le respondí. Sí la mereces- respondió indignada- porque a partir de hoy te vas a chingar a tu madre. ¡Cómo! –exclamé asustado. ¿Pues qué hice? No has hecho nada pero ya te vas de aquí, cabrón. Hay orden de que mañana ya no entres. Pero, ¿por qué? ¿Es una broma? No es ninguna broma y es porque ya se cumplió tu ciclo aquí. Y si algún día quieres regresar, solamente te aceptaré si hay noticias de que te ha ido muy bien.
La Bandida corrió a Marco para evitar se quedara preso en ese ambiente sórdido y sin futuro. Ella fue la única persona en ese entonces que pudo apreciar cómo un humilde muchachito que trabajaba de traidor en la XEW escondía a un músico de profundos potenciales; y su casa fue el lugar de la capital en el que Marco trabajó como músico profesional por primera vez. Correrlo fue un acto maternal y generoso.
Señora, no sé dónde estás, pero quiero confesarte que en mis flaquezas siempre te recuerdo como un símbolo de perseverancia. Deseo que sepas que tus amorosos consejos no los olvido porque siguen normando mi conducta ante la vida. Es posible, jefa, que los nefastos pregunten qué pude aprender de ti; a estos escépticos les digo que tus bases morales no se traducen en torno a tu non sancta actividad, porque con tu nobleza supiste ganarte el corazón de todos los que te tratamos. Doña Graciela Olmos, bandida de corazones, hurtadora de sentimientos, quien como Robin Hood nos participaste del botín de amigos, ratera de lealtad y pirata de actos nobles, desde que te fuiste, como tu Enramada... me acompañas en mis horas de nostalgia y de tristeza. Bandida, mami, jefa, doña, para ti tengo un solo pensamiento que encierra toda mi gratitud: ¡Bienaventurada seas!

La Bandida ll

Cercana a su muerte, serena e irónica, ( La Bandida) le dijo a un grupo de periodistas: "Cabrones, a mí no me vayan a poner como heroína porque yo fui sólo cocaína"". Su hermano Benjamín El Beato, como ella le llamaba, le dio el último adiós en su funeral.
Conocida sobre todo por su habilidad empresarial para regentear, en los años 40 y 50, una lujosa casa de citas donde sobraban cocaína y mariguana, frecuentada por políticos, militares, líderes sindicales, empresarios, escritores, músicos, artistas de cine y teatro, figuras del toreo, juniors y uno que otro curioso, Graciela Olmos, apodada La Bandida, fue también una inspirada compositora, contrabandista de whisky en Chicago y soldadera en el ejército de Pancho Villa, cuya terquedad en Celaya le costó la vida, entre otros miles, a su esposo, el general Francisco Hernández, El Bandido.
Defendida por políticos y defensora de su personal, Graciela fue llevada a la cárcel "por faltas a la moral" en varias ocasiones y otras tantas liberada para proseguir su singular misión como proveedora de placeres caros.
"Mi libro La casa de La Bandida, única biografía autorizada por la legendaria Graciela Olmos, ya me lo pidieron para hacerlo obra de teatro, y tengo entendido que es Víctor Hugo Rascón Banda el encargado de la adaptación. Pero el público debe saber que la biografía inédita de La Bandida está a punto de ser publicada por una editorial española."
Habla la no menos inspirada y polifacética Estrella Newman, pintora, escultora, musicóloga, estudiosa de las culturas prehispánicas, mexicanista, escritora, fotógrafa, productora de vídeos, viajera, maestra, alumna de Diego y de Rodríguez Lozano y desaprensiva novia de Lara durante tres lustros, pero además, amiga fiel y confidente de Graciela, cuya apasionante vida está a punto de dar a conocer.
De una intensidad desconsiderada, paliada apenas por su brevedad, a prudente distancia del chismorreo barato, el libro sobre la también extraordinaria compositora se divide en cuatro etapas: su infancia azarosa, su participación en la lucha revolucionaria, su periodo como introductora de whisky en Estados Unidos durante la prohibición y su agridulce trayectoria como protegida y protectora madama en diferentes casas de citas en varios rumbos de la ciudad de México.
En el espléndido, breve y sustancioso prólogo a la obra, Salvador Paniagua Jaén apunta: "La vida de Graciela Olmos, La Bandida, no refleja rincones oscuros de México, al contrario: con las verdades de su tiempo alumbra muchas vergüenzas que oficiosamente se han tratado de ocultar. Quede claro desde este momento: se está hablando de la verdadera vida de una auténtica señora legendaria. Graciela y La Bandida vivieron su historia, luego el pueblo, al contarla, la volvió leyenda y ahora Estrella Newman nos brinda en estas páginas el nivel exacto de su testimonio (...)
Graciela Olmos fue un eslabón entre 'La Bola' y el 'Régimen de Derecho', vivió cantando las lealtades de Pancho Villa y las deslealtades a Miguel Alemán. Para hablar de ella se necesita algo más que conocimientos literarios y valor civil..."
Pero el libro refleja, además de la fuerte personalidad de La Bandida, los talentos varios de la autora, presididos por el encanto de un relato sabroso, puntual y apasionado, de una sencillez aplastante en que la elocuencia reside en la casi inverosímil existencia que se cuenta.
"Fíjate -abunda la autora- que mi amigo Alberto Domingo, recientemente fallecido, fue cantinero y padrote en el lugar de La Bandida y juntos escribimos un hermoso corrido, modestia aparte, en honor de ella, que entre otros versos dice (Estrella canturrea despreocupada entre las miradas sorprendidas de algunos clientes del restorán en que conversamos):
Por el rumbo de Chihuahua
donde la vida se juega
al palo de una baraja
o en un tiro de rayuela,
donde se chamusca el alma
por una ingrata rejega
y se empeña el corazón
con toda la sangre anexa.
Por un cachito de suelo
o un grito de bandera
en ese Norte encantado
donde los cielos se abrevan
una noche de fandango
abrió los ojos Graciela.
Contra lo que muchos afirman, la Olmos no nació en 1896, sino en 1895 y tampoco es originaria de Irapuato o de León, Guanajuato, sino del municipio de Casas Grandes, Chihuahua, concretamente de la hacienda de La Buenaventura, donde su padre era caporal y gozaba de ciertos privilegios por parte del patrón.
"Sin embargo, desde muy niña, Graciela sintió en carne propia el mordisco de la injusticia. Era la sirvienta exclusiva de las hijas del patrón, un hombre amargado que quedó viudo muy joven luego de procrear con su mujer dos hijas que eran el azote de la hacienda.
"Graciela tenía que sacar muchos baldes de agua de una noria para regar las plantas, darle de comer a los animales y limpiar el enorme caserón de la hacienda, e inclusive llegó a sentir los fuetazos del patrón por no terminar a tiempo las tareas que se le habían encomendado", relata Estrella.
-¿Por qué el sobrenombre de La Bandida?
En la primera década del siglo XX, Francisco Villa, el original; Chuy Trujillo, Doroteo Arango, que adoptaría el nombre y apellido de Villa a la muerte de éste, y José Hernández, antiguo maestro apodado El Bandido, comenzaron a asaltar haciendas para luego quitarse la etiqueta de gavilleros y ponerse la de revolucionarios.
"Los hacendados comenzaron entonces a contratar gatilleros para defender sus propiedades. El patrón de La Buenaventura ajustó a más de 60 pistoleros a sueldo, que sumados a los que tenía de planta hacían un contingente de más de cien hombres. Hasta allí llegaron los revolucionarios mencionados y arrasaron con todo y con todos, asesinando su gente al patrón, a sus hijas, a una tía de éstas y a muchos trabajadores de la hacienda, incluidos los padres de Graciela, quien tuvo que huir en compañía de Benjamín, su único hermano.
"Por azares de la vida, años más tarde, cuando ella, de 18, está en un internado de monjas, en Irapuato, vuelve a encontrarse con El Bandido. Las circunstancias de tan increíble rencuentro están en el libro. El caso es que Graciela acaba casándose con él, adquiriendo el apodo y las obligaciones de toda soldadera. Posteriormente El Chato Guerra la promovería en el medio artístico como La Bandida."
Heroínas de carne y hueso
Estrella Newman añade que "huyendo de la tragedia que habían vivido en Chihuahua los hermanos Olmos, Graciela y Benjamín, quien andando el tiempo se haría sacerdote, lograron llegar a la ciudad de México en 1907, donde entre otros oficios vendían periódicos y dormían en los pórticos de las iglesias", refiere con fruición la maestra, que a lo largo de 15 años de charlas y confidencias pudo recabar de La Bandida los pormenores de su extraordinaria vida, que serán conocidos en un libro de inminente aparición, imaginativamente ilustrado.
"Una pareja porfiriana -prosigue Newman- la recoge, la adopta y la manda a aprender a leer y a escribir en el colegio de Las Vizcaínas. Pero con la caída de Porfirio Díaz la pareja se va a vivir a España y envía a Graciela a un internado de monjas en Irapuato, donde en vez de alumna acaba como sirvienta, pues los padres adoptivos dejaron de mandar dinero para su educación.
"Allí ocurre el increíble rencuentro y matrimonio religioso, como condición para dejar el internado, con José Hernández, El Bandido, y a su lado inicia su etapa como soldadera, en la que nutrirá su existencia y su inspiración al conocer y convivir con futuras leyendas de carne y hueso, como Petra Herrera -autora del corrido Carabina 30-30-, Juana Gallo, La Sol, La Valentina, Marieta y Adelita, esta última una joven de buena familia de Ciudad Juárez que por su dedicación alcanzó el grado de coronela de la Cruz Blanca, que atendía heridos de ambos bandos.
"Así que la fecunda inspiración de Graciela Olmos como compositora de corridos -continúa Estrella- no es urbana ni de oídas, sino que brota de la vida vivida en el frente de batalla como miembro de las fuerzas villistas.
Fue una auténtica juglar de la época revolucionaria que además, ya en la ciudad de México, retrató en nuevos corridos, ahora citadinos, a infinidad de personajes, antiguos conocidos o políticos nuevos que desfilaron por sus casas, pues conforme crecía la ciudad o cambiaban los funcionarios, ella tenía que reubicar la suya.
"Por eso, junto a corridos tan buenos como Siete leguas, Benito Canales, el de Durango, o Benjamín Argumedo, hay boleros de la calidad de La enramada, que han grabado tantos tríos y solistas, y La diosa del mar, mejor conocida como La carabela, éxito póstumo de Javier Solís. Las letras de varias composiciones a políticos, militares, empresarios y demás, aparecen en mi libro, y junto va la música, para que los lectores puedan cantar y divertirse con esos corridos, que en aquel entonces no se podían cantar en público sino en un salón privado. A los aludidos podían gustarles o no, pero nadie chistaba. A Ruiz Cortines, recién llegado a la Presidencia, le compuso uno que decía entre otros versos:
La Bandida ya no puede
con la ley de la mordaza,
va a empezar a abrir la boca
y a ver qué cabrones pasa...
Líderes y gobernantes
todititos son igual,
el pueblo se muere de hambre
y ellos usan Cadillac...
" Chela me contó que La Adelita es de la inspiración de Juan del Río, un seminarista con grado de sargento que se enamoró perdidamente de la soldadera, a la que acompañaba como su sombra y le compuso el famoso y bello corrido con un organillo de boca. Fueron de tal calidad y por tantos años los servicios prestados en el frente por Adela Velarde, que así se apellidaba Adelita, que Venustiano Carranza la condecoró con la Medalla al Valor y le otorgó el grado de coronela del Ejército Constitucionalista.
Fueron amigas toda la vida, Chela en sus casas y Adelita trabajando 30 años en el Archivo General de la Nación. La última vez que se vieron fue en un banquete que les ofreció el gobernador de Hidalgo, Quintín Rueda Villagrán, en Real del Monte."
Regreso a la ciudad de México
Prosigue la biógrafa: "A los 20 años de edad Graciela Olmos queda viuda de José Hernández, El Bandido, quien murió en la batalla de Celaya, y decide volver a la ciudad de México. Allí se dedica a jugar, fuerte, al póquer y, para colmo, se ve involucrada en la venta de joyas junto con Juan Mérigo, de la Banda del automóvil gris, por lo que a finales de 1922 se traslada a Ciudad Juárez. Al enterarse del asesinato de Francisco Villa, en 1923, cruza a El Paso, Texas, donde el general villista Rodrigo M. Quevedo la incorpora a un negocio insólito: la fabricación de whisky en Ciudad Juárez y su venta en Chicago.
"Graciela era mujer de trabajo, de organización y de agallas -continúa Newman-, por lo que pronto la pusieron al frente de un distrito en esa ciudad, precisamente en los dominios de Al Capone, quien complacido por el desempeño de sus socios mexicanos cierta vez invitó al general Quevedo y a La Bandida a su lujosa mansión, donde ofrecía una gran fiesta a miembros de la mafia. Ahí, recordaba Olmos, el mismísimo Capone le pidió que cantara Cielito lindo, La cucaracha y La Adelita, esta última se la acompañó en español el famoso y temible gángster.
"Pero no todo eran brindis y fiestas, por lo que al poco tiempo Graciela decidió mejor 'pelarse', en ambos sentidos, ya que se cortó el pelo y vestida con un traje de hombre a su medida, sombrero y un maletín con 46 mil dólares, burló a un aburrido policía en el hotel y enfiló presurosa rumbo a la frontera mexicana. En 1929 encontró en Tampico al Chato Guerra, promotor artístico, quien luego sería el dueño del cabaret Folies Bergere en la capital, pero que entre tanto a Chela más que partido como cancionera le sacó muy buen dinero en malas inversiones y peores partidas de póquer.
"Obviamente la compañía quebró, pero Graciela se hizo amiga de la estrella del espectáculo, Ruth Delorche, 'que tenía el monte de Venus más hermoso del mundo', según me dijo La Bandida, y en 1933 pusieron un lugar denominado Las Mexicanitas. La primera se encargaba de la variedad y 'los platillos' y la Olmos de la administración.
"Era tal la belleza de Ruth, amante por entonces del general Calles, que Agustín Lara, deslumbrado e inspirado, le compuso Señora tentación. Graciela me contaba que muchas mujeres se han paqueteado con el cuento de que Agustín se inspiró en ellas, pero la verdad es que esa canción se la inspiró Ruth Delorche."
-¿Cómo empezó la relación entre tú y La Bandida?, pregunto a la polifacética Estrella Newman, biógrafa del increíble personaje en que se convirtió la persona de Graciela Olmos, y próxima a dar a la imprenta las confidencias que aquella le hizo.
Carlos Madrazo, el político tabasqueño -contesta la también pintora y escultora-, me presentó con La Bandida cuando yo tenía unos 15 años de edad. Al poco tiempo la mujer me dijo: 'Eres la hija que hubiera querido tener', y nació una sólida amistad que duraría hasta su muerte, a los 67 años de ser la emperatriz de su propia existencia, luego de más de tres lustros de mantener una comunicación constante entre las dos. Me heredó gruesos rollos de película de Salvador Toscano sobre la Revolución, y poco después de su partida me puse a grabar todo lo que iba recordando. La única foto que tengo con ella nos la tomaron cuando yo tenía 18 años.
Estamos con El Güero Batillas, uno de sus guardaespaldas.
"Me contaba Graciela -añade Estrella- que alrededor de 1935 decidió 'cerrar la fábrica y abstenerse de tener pareja y relaciones sexuales'. Apenas rebasaba los 40 años, pero más que por su físico creo que esa decisión obedeció a las experiencias vividas con hombres tras la muerte de su esposo, José Hernández El Bandido, quien además de general de Villa había sido maestro.
Las Mexicanitas
-Nos quedamos -le recuerdo a la maestra Newman- en que La Bandida y Ruth Delorche, 'la del monte de Venus más bello del mundo' pusieron en la ciudad de México un lugar llamado Las Mexicanitas.
Allí Graciela empezó a generar simpatías con los empleados, meseros y policías, así como con los clientes, que lo mismo eran banqueros y funcionarios que poetas, escritores y periodistas. Su espíritu bohemio envolvía a cuantos iban a divertirse bebiendo y cantando, no nomás en busca de mujeres. Ello empezó a despertar los celos en la dotada Ruth, que no podía creer que personalidad y corridos mataran belleza.
"La gota se derramó cuando Ruth, luego de advertirle que no quería nada de parodias, llevó a La Bandida a una fiesta que daba el general Calles en Cuernavaca. Como Graciela Olmos descubriera entre los comensales a varios tenientes, capitanes y coroneles villistas convertidos ahora en generales e incrustados en el gobierno en turno, contrariada decidió estrenar su sentido corrido Siete leguas, que había compuesto en honor del Centauro del Norte, pues su lealtad a éste rebasó inclusive el amargo recuerdo de Celaya.
"En el gobierno cardenista se inició una fuerte campaña contra las casas de juego, que iban de la mano de las casas de citas, por lo que Graciela manejó sus negocios desde un penthouse del hotel Regis, por abajo del agua y pagando frecuentes multas para que sus hijitas fueran puestas en libertad inmediatamente. Unos meses antes de entregar el poder el general Cárdenas, con ayuda de los líderes Fidel Velázquez y Fernando Amilpa, Graciela Olmos abrió la casa de La Bandida.
"Pero decir casa es un decir. Hablamos de una residencia amplísima, reluciente de limpia, con funcional distribución, amplio comedor central, elegante bar, finas cortinas, siete cocineras, cien hermosas mujeres de planta, cien meseros, 60 guitarras, legiones de músicos y cantantes y 10 mil pesos diarios, de los años 40, para el almuerzo gratuito de sus hijotos, como llamaba a su personal.
"Teresa, Leticia, La Malinche, Esther, La Gata, La Valentina, Carmen, Laura, Linda, Aída, La Nancy, Consuelo, Mireya, La Rubia, Luisa La China, La Obsidiana, La Milagros, Nely, Ambar, María del Pueblito, La Bigotes, Rebeca, Urania, Consuelo, La Torera, Raquel... y muchas otras mujeres hermosas. No pocas de estas bellezas terminaron como artistas de cine y teatro, otras son actualmente señoras de sociedad, ricas y con hijos profesionistas. La Bandida las quería, las capacitaba y las cuidaba porque, decía, 'donde hay buenas putas no hay hambre'.
"En efecto, las hijitas de Graciela tenían que asistir todos los días a clases de estética y danza, con el maestro Alfonso Vargas; de natación, con René Muñiz, y de buenos modales y urbanidad con la maestra Rosita. De las calles de Durango debió cambiarse a la avenida Ejército Nacional y a otras ubicaciones, no sólo por el crecimiento de la ciudad, sino porque además había quejas, ya que muchos de los clientes echaban bala cuando estaban contentos.
"Otros abrieron casas y casinos y La Bandida, lejos de enojarse, les decía: 'Tú di que la casa es mía y verás que ya no te molestan', pues fue amiga y protegida de muchos, entre otros de Maximino Avila Camacho y del presidente Miguel Alemán. Todo lo que ganó, Graciela lo gastó y lo regaló. No era avara ni usurera, sino mujer de empresa, eficiente, pero desprendida."
Legión de compositores y músicos
Newman agrega: "Desde luego lo que más se conoce de la casa de La Bandida, antes que la coca y la mariguana que se consumían o los ricos y famosos que la frecuentaban, es la maravillosa legión de compositores, músicos y cantantes que ahí trabajaron para luego, gracias a su talento y a veces a las medidas radicales de la Olmos, saltar a la fama.
"Compositores geniales como Agustín Lara, su amigo de siempre, no empleado, o Alvaro Carrillo, a quien yo llevé -precisa Newman-, o José Alfredo Jiménez, otro amigo entrañable; tríos espléndidos como Los Tres Ases, Los Panchos, Los Diamantes; intérpretes de lujo, como Marco Antonio Muñiz, Pepe Jara, Miguel Aceves Mejía, Carlos Lico, Beny Moré, a quien le encantaba ir a beber y a cantarles a las muchachas, Cuco Sánchez o Javier Solís.
"Renombrados actores y cómicos, pelotaris, tahúres, galleros y propietarios de caballos de carrera, eran sus amigos y clientes, así como Diego Rivera y Pablo Neruda. Y claro, figurones del toreo de esa época, como El Soldado, hermano espiritual de Graciela, Silverio, Garza y Manolete, que no era místico delante de las mujeres, sino pundonoroso delante de los toros.
"Cercana su muerte, serena e irónica, le dijo a un grupo de periodistas: 'Cabrones, a mí no me vayan a poner como heroína porque yo fui sólo cocaína'.
"Sin dinero -concluye Estrella Newman emocionada-, por casi todos olvidada, una noche de mayo de 1962 Graciela Olmos descansó de decirle sí a la vida. Fue amortajada por la madre superiora de un asilo de huérfanos al que Graciela ayudaba y llegó a darle los últimos auxilios, y a echar agua bendita sobre su féretro su hermano sacerdote, Benjamín, El Beato, como ella le decía. No pudo tener mejor epitafio que su propia inspiración:
Ya la enramada se secó
el cielo el agua le negó..."

Magdalena González Gámez. La Bandida, la meretriz más poderosa en la historia de México


Sospecho que cuando Magdalena González Gámez me invitó a participar en esta presentación y acepté, no medí lo que mi respuesta entrañaba, porque ni bien colgué el auricular me acordé que nunca antes yo había hablado públicamente de una novela. Soy un ávido lector de novelas y las comento con mis amigos y colegas entre cuatro paredes y en voz baja para que los menos posibles oigan mis opiniones plebeyas y poco doctas acerca de la literatura. Así que cuando finalizó mi conversación telefónica con Magdalena caí en un estado de catatonia semejante al que padeció Marina Aedo, La Bandida, durante su vida en varias dramáticas ocasiones.
Superado ese trance, medité sobre lo que podría decir hoy por la tarde. Ya les dije que no soy crítico literario, no estudié Letras Hispánicas en la UNAM ni en la Ibero ni en ninguna otra universidad. Sé algo de historia de México o por lo menos eso dice un documento que expidió la UNAM.
Tal vez  por esa razón, hace alrededor de dos años, Magdalena me entregó un anticipo muy breve de la novela de lo que terminó siendo el capítulo “Cheers” que relata la entrevista entre La Bandida y Al Capone en Puerto Peñasco, Sonora. Es el mismo texto que ofreció a Random House como botón de muestra de lo que terminó siendo La Bandida, la meretriz más poderosa de la historia de México[i]. Cuando la editorial le dio luz verde, lo celebramos en una cervecería con varios amigos en la calle Filomena Mata.
A partir de ese momento, fui recibiendo sucesivos capítulos que, por supuesto, capturaron mi curiosidad por saber cómo continuaría el relato. Los discutimos, hablamos de la época revolucionaria y posrevolucionaria, de sus héroes y antihéroes, de los personajes reales e imaginarios que iban desfilando a lo largo de la novela.
Hasta hace pocos días volví a leer de un jalón La Bandida, una novela donde, en los hechos, hay tres protagonistas que son uno sólo: Marina Aedo, La Bandida y Graciela Olmos. Pero en ello no hay ningún misterio de la fe como en la Santísima Trinidad de la doctrina católica. Así  sucede con todos los individuos cuya vida se ve súbitamente atravesada por un cataclismo social como lo puede ser una revolución. Lo que parecía estar trazado como una trayectoria lineal de vida, conoce una inflexión radical.
En efecto, Marina Aedo, hija de un hombre de campo norteño con una existencia que se debate en los límites de la precariedad y la subsistencia mínima, sufre los embates de la marejada rebelde del norte mexicano. Queda huérfana, es amparada por un matrimonio de españoles comerciantes, enviada a un internado de monjas, se casa con un general villista y queda viuda en 1915. Estos avatares calzan magníficamente con lo que el historiador Luis González y González llamó “los revolucionados”. Decía don Luis que “la mayoría de la población se puso las manos sobre la cabeza al producirse los estallidos revolucionarios de la serie iniciada en 1910”. A éstos, proseguía, los recuerdos de los años cruciales de la Revolución le producen “chinitos en el cuerpo”. Es la memoria, concluía, de los “revolucionados” o “el pueblo municipal y espeso” que la historia académica despreció durante largo tiempo, aunque creo que ya no la ningunea. No es que la gente quisiera seguir viviendo como vivía durante el Porfiriato, agrego yo, sino que hubiera querido ver realizadas sus utopías de un mundo mejor sin padecer los dolores de una contienda armada.
Marina Aedo es una “revolucionada” y así hubiera podido seguir siendo para convertirse en un personaje similar a Jesusa Palancares de la novela de Elena Poniatowska: soldadera viuda, enclaustrada en algún pueblo del infinito Septentrión mexicano, solicitando una pensión de viudez infructuosamente a partir de los años veinte por los servicios ofrendados por José Hernández a la Patria, su marido el general villista.
La trayectoria de Marina es distinta: se vuelve, como muchos varones y casi ninguna mujer de la época, una bandida en pequeña escala, no comparable por ejemplo con José Inés Chávez en Michoacán en esos mismos años. Vaya, como dirían los modernizadores de nuestros días, un microemprendimiento pero muy exitoso, aunque con menos glamour que el de la banda del automóvil gris donde figuraba, al menos como beneficiaria, María Conesa.
Sin embargo, es la plataforma que la vuelve famosa, junto con el contrabando de alcohol y atractiva por ende a Al Capone como para llevarla al epicentro de sus negocios clandestinos, es decir, a la ciudad de Chicago.
La tercera versión de la protagonista, la que evidentemente hace que forme parte de la historia reciente de esta ciudad, es cuando se convierte en propietaria del burdel más afamado a lo largo de tres décadas. Tan afamado como que el emperador de Etiopía en visita oficial a México no resistió la tentación de conocerlo, aunque nunca sepamos con certeza qué hizo ahí adentro.
Lo fascinante en esta etapa de la que ahora se denominará Graciela Olmos es su habilidad para negociar con el poder, cortejándolo, seduciéndolo y así finalmente sortear múltiples amenazas de clausura, riñas entre grupos políticos rivales y palizas que le propinarán sicarios fascistas. En esta etapa, un hombre, al igual que en otras etapas, esta vez muy hábil y poderoso, la respalda, aunque le exige sumisión. Se trata de Garcés Vobadilla, que guarda un parecido asombroso con García Valseca, el dueño de una extensa cadena de periódicos y que ofrendó la libertad de prensa al Estado mexicano en los años cuarenta. Sí, ciertamente, tres hombres formaron parte de la vida de negocios y afectiva de La Bandida, pero con ninguno de ellos tejió una relación de mera subordinación. En otra ocasión, podremos platicar de los hombres de Graciela Olmos que es otra lectura posible de esta novela.
Mientras tanto, los invito a leer este libro porque, entre otras razones, la apuesta de Magdalena a que se diviertan en serio al leerlo, les aseguro, se cumple cabalmente.
 conocer. Ésta es una recreación surgida de la multitud de versiones contradictorias y misterios, rencores y afectos, que rodean hasta hoy la vida de Graciela Olmos, poseedora de una personalidad con tendencia tanto al delirio psicótico como a la reflexión filosófica certera que la convirtió en uno de los personajes más enigmáticos de nuestra historia. Sexo, intriga política, violencia, folclore lírico y psicología de género son sólo algunos de los componentes de esta novela, la cual transcurre por varios sitios y épocas de la geografía nacional, desde la Revolución hasta fines de la década de los cincuenta, e incluso llega al Chicago de la Gran Depresión, donde el brutal e inesperado encuentro entre la Bandida y Al Capone ofrece algunas de las páginas más feroces de la literatura mexicana reciente. Por cortesía de la editorial Random House Mondadori y de la autora de esta novela, la investigadora y periodista Magdalena González Gámez, SinEmbargo.mx reproduce para sus lectores los capítulos “La gloria” y “El infierno”, que recrean los pasos de esta mujer que huyó de Estados Unidos vestida de hombre, con el cabello corto y 46 mil dólares, y ya en el Distrito Federal adquirió una casa de citas en la calle de Durango, ubicada en la colonia Condesa… con el tiempo su nombre y apodo se tornaron referencia en biografías de músicos como Agustín Lara y personajes de la élite cultural y política de la época, pues no había quien no pasara por su “casita de diversión”. LA GLORIA Mucho consuelo se dispensó en el lugar que los caballeros referían como La Casa de la Bandida. Emulaba los pálidos rasgos de estabilidad que surgieron a principios de los años treinta: los billetes nuevos que expedía el Banco de México adquirieron credibilidad; por primera vez el país contaba con una moneda única. Las reservas de plata ayudaron a superar las repercusiones de la gran depresión del 29. La estancia en Chicago había tenido la ventaja de salvar a Graciela de los peores años posrevolucionarios, cuando seguía imperando la ley del más fuerte hasta que el general Plutarco Elías Calles propuso sustituir el liderazgo de los caudillos para dar paso a la creación de instituciones, cosa que todo el mundo alabó y trajo unidad al Congreso, anticipando el exceso de unidad que caracterizó a la organización política mexicana el resto del siglo XX. Para garantizar aquel tránsito, el hombre de visión institucional pasó a ocupar el poder tras el trono de presidentes subsecuentes en un periodo conocido como el Maximato, y él mismo fue bautizado como el Jefe Máximo de la época. Graciela le guardaba mucha admiración por su hombría, según ella, a pesar de que los presidentes querían librarse de él, incluido don Abelardo. No era el caso del presidente del Partido Nacional Revolucionario y héroe de la rebelión escobarista de Sonora contra el Jefe: el general Lázaro Cárdenas. A Garcés no le había caído muy bien su estilo de gobernar Michoacán y le chocaba que le dijeran Tata. Graciel Olmo. Foto: www.moralex-cine.blogspot.com Su peso político todavía no era registrado por la Bandida, que no estaba para chimiscolear de política, decía; apenas si podía controlar el tráfico de cuerpos, influencias, alcohol y, a veces, drogas en la casa, convertida en un pequeño país. Seguiría explicándose los asuntos políticos igual que siempre, atando cabos sueltos por puro sentido común, lo cual le resultaba suficiente para el marco de su existencia aunque le sirvieran para elevarlas a calidad de opiniones sobre asuntos de interés nacional frente a sus doctos invitados, quienes se intrigaban por sus fuentes, pero optaran por creer que éstas eran secretas y de primera mano. La Bandida se convertiría rápidamente en embajadora de la confusión. Al cabo de la apertura de la mansión, de inmediato creció la fama entre las personalidades masculinas emergentes, nacionales e internacionales, de todos los ámbitos: político, industrial, científico, intelectual, artístico y del espectáculo. Quienes habían asistido hablaban de la limpieza, el lujo, el bienestar, la calidez y la comprensión de que eran objeto. Nadie se sentía un cliente sino parte de la casa. Graciela hasta los aconsejaba; se admiraban de sus hazañas y de su conocimiento de la Revolución. A veces pedía suavemente uno que otro detalle, dizque para asesorar bien, y las copas en la plática con ella eran de cortesía. Se entendía su necesidad de resguardo personal y no pocos se interesaban sobre información a la que accedía sin importar la calidad ni la cantidad. Las previsiones del general Garcés se cumplieron al pie de la letra… tanto, que solía acosar a Graciela con peticiones explícitas de información sobre algunos parroquianos, dar prioridad a visitas, reuniones y fiestas particulares, e incluso reservar citas con algunas mujeres en especial, situación que, muy seguido, rompía el orden necesario para garantizar que los ingresos fluyeran. Sin quererlo del todo, asumía a veces un comportamiento sumiso con él como estratagema para negociar sus peticiones; estaba claro que el hombre no pensaba en la casa como una empresa. Su carácter resintió de inmediato tanto corajes como pérdidas, porque el general empleaba de pronto un leve tono de exigencia además de hacer preguntas sobre la marcha del negocio en su conjunto y se reservaba el derecho de invitar. —No te quejes, que luego regresarán mil veces y ahí recuperas, güera—. Es decir, la administración de la casa jalaba a rastras a la mera dueña, quien si bien disminuyó el consumo de alcohol, no así el de cocaína y opio, porque le ayudaban a dejar de pensar en el cataclismo perpetuo que se había echado encima. Como suele suceder, el consumo trae consigo la distribución, razón por la cual siempre necesitaba excedentes; gustaba de compartir el perico con algún invitado. Tampoco estaba dispuesta a abandonar la bohemia con los músicos de moda. Admiraba a Juan Arvizu y a Pedro Vargas. Ella misma recomendaba algún talento por desarrollarse a sus amigos del medio. Eso pasó con un muchachito que detentaba una voz asombrosa además de que tocaba el piano, Marco Antonio Muñiz, a quien contrató como músico de casa. Sin saber en qué momento, comenzó a hacer el bien sin mirar a quién, según las malas lenguas. Pasó muchos dolores de cabeza para mantener el establecimiento y a las mujeres a la altura de las circunstancias durante el arranque. Vivía en el malabar; ella misma tuvo que acostumbrarse desde entonces a dormir a ratos y a mantener la vigilancia personal permanente. Los primeros meses todos querían inauguraciones como la que escucharon de los testigos de la apertura. Así que elaboró montajes con muchas variantes hasta que las mujeres se hicieron hábiles para improvisar en el marco de un guión que en realidad era siempre el mismo. Igualmente necesaria en extremo era la variedad musical y la presencia de músicos hasta después del amanecer. Ni qué decir de los cantineros. El más acostumbrado a las refriegas, a diferencia de las poco experimentadas anfitrionas, era el personal de cocina. La Bandida los ponía de ejemplo por garantizar el servicio las 24 horas, preparar rarezas nacionales e internacionales y por identificar los gustos de comensales que preferían más unos sabores que otros. —No sé cómo le ha hecho don Manuel, todavía no cumplimos tres meses y ha venido por lo menos cada quince días; otros ni siquiera han alcanzado a asomar las narices de la anticipación que llevan las citas y sigue la puja andando. A veces pide sus huevos en rabo de mestiza; otras, motuleños. Se ve que le gusta más el chile poblano guisado en comida yucateca que en poblana. Se da muy bien cuenta que unos llevan epazote y otros no en el cadillo de jitomate. En la cocina ya saben que puede pedirlos a cualquier hora de la madrugada y él acepta de buena gana esperar porque la sazón necesita tiempo. Anoche de plano me pidió llevarse a la cocinera a la cama. ¿Ya ven, si no se ponen buzas? Si no hace tanta falta lo que ustedes creen tener, aunque haga falta para lo que hacen. Así que acuérdense: el que tiene tienda, que la atienda. Graciela Olmos y Victor Cordero. Ftoto: www.chobojos.zoomblog.com A pesar de haber causado sensación, la Bandida no pudo aumentar la agenda de citas pero sí las tarifas en general. Sacó jugo a las apuestas para acceder a las mujeres en disputa. Antes de cumplir un mes, se dio cuenta de que la batalla principal era contra el cansancio de sus huestes y sus efectos devastadores. Aparecieron muy pronto contagios de enfermedades estomacales y respiratorias, así como infecciones. No estaba fuera de lugar cuidarse de las enfermedades venéreas a pesar de lo distinguido de la clientela. Debió atender la consecuente previsión de retiro temporal o permanente del servicio, en casos graves, entre los cuales estaría incluido el eventual embarazo. Así, hubo de considerar presupuesto para servicios médicos en distinto grado. También antes de lo previsto surgió otra exigencia: contar con reservas de mujeres. ¿Cuánto tiempo querrían permanecer las actuales aunque hubiera invertido tanto en refinarlas? Si bien conocía al mínimo detalle sus vidas y estaba bien apercibida sobre lo que, según ella, a cada una le convenía en el futuro, no podía confiarse. Eran trazas del desgobierno que a las primeras de cambio brota ahí donde sea que se reúna algún grupo de personas. Como era el caso de la Remedos, una mazatleca alta y trigueña, de ojos cafés y cabello castaño oscuro largo, busto y caderas prominentes, nalgas saltarinas, que intentaba atribuirse el derecho de elegir a sus clientes. Lo que se callaba le salía por los ojos y esa transparencia no era del gusto de la Bandida. No sólo era quisquillosa en el trato con los clientes, sino que remedaba a sus interlocutores, sutilmente, pero en su cara. Las demás reían al ver que imitaba en femenino los gestos, los dichos y los movimientos del solicitante en cuestión sin que éste lo notara. Graciela a veces temía que fuera reprendida por las malas de tan socarrona. Obvia para las mujeres; ellos de ningún modo desviaban su atención de lo que iban a consumir. Graciela prefería ser directa cuando algo no le gustaba, decir las cosas al chile, pero con aquélla no le veía el caso hablar y se regocijaba preguntando a cada rato: ¿a ver, a ver, cómo le hizo, cómo lo dijo, así? Era increíble que a ninguno le importara ese cinismo casi cortesano, flemático y silencioso. —Eres bien mustia; bajita la mano andas ahí saliéndote con la tuya —observaba Graciela—. Quieres darte el gusto de escoger y lo único que debes hacer aquí es coger. Así que los clientes te los pongo yo. —No sea mala, mamita, es que a veces me dan asco. Empezando por el general famoso. Ya sé que ando en esto, pero entiéndame, es por pura necesidad. No quiero ser tan rejega, pero la verdad es que no voy quedarme aquí muchos años —contestó la Remedos, angustiada y temerosa. —¡Ah! ¿No? Entonces dime lady Godiva, como qué más sabes hacer, porque yo ya pagué mucho por ti. No me vayas a salir con una sorpresa… —dijo la Bandida, intrigada, en la antesala del encabronamiento, compasiva, y bien cruda, arrastrando la cobija por otra inauguración que resentía como si fuera la número cuarenta y seis. —No, no, no, mamita. Yo soy leal, ya sabe que no me gusta hablar, pero le agradezco mucho haberme mantenido todo este tiempo y tratarme bien. Yo soy la que llegué a la ciudad, sola, huérfana, con las patas partidas de la resequedad y sin saber leer. Míreme, gracias a usted soy otra; hasta parece que tengo dinero. Dios la puso en mi camino… —Ya, ya, ya, párale que pareces monja y hasta me estás asustando… ¿Qué te traes, pues…? —Que quiero que me deje estudiar para enfermera. Puede tomar todos mis cobros mientras me recibo y le prometo ya no respingar por ningún cliente. Si hace falta, no duermo. Si no le parece, tons no. Pero a qué otro árbol me voy a arrimar; usted es mi madre y yo no la voy a dejar nunca. Se lo juro por ésta —y besó la cruz hecha con sus largos dedos con un tronido súbito. Totalmente inesperada resultó la humildad de aquella muchacha, quien tenía la fortuna de estar entre las que causaban más apuestas. Yolanda, alias la Remedos, sin saberlo aún, fue también la que ocasionó el reto a duelo en la inauguración. Graciela en verdad estaba conmovida por el agradecimiento de Yolanda. Ella, que seguía en guerra con el mundo, nunca pensó en recibir nada. No supo cómo reaccionar frente a su discípula, pero se alertó, imaginando que si una a una de las mujeres comenzaba a tomar sus propias decisiones, la casa peligraba. No era como en la Revolución, donde no había alternativa, o… ¿fue eso de lo que ella se convenció? Estas mujeres vivían ya en otro país y más le valía ponerse al parejo. —Ve a ver lo de tu mentada escuela —le espetó fuerte para hacerle sentir que no aflojaría—. Cuando hagamos números me vas a pagar peso por peso. Y recuerda que yo mando en la casa, como debe ser. Yolanda, lloriqueando, le mandó un beso de lejitos porque tuvo miedo de acercarse. EL INFIERNO El general Lázaro Cárdenas llegó a la presidencia. Era partidario de la socialdemocracia y se inspiraba en algunas ideas del socialismo en su programa de gobierno. Como candidato postulado por el Jefe Máximo, dio continuidad al principio de su administración aceptando a algunos de los funcionarios callistas en su gabinete, pero luego los renunció y orilló a exiliarse al propio Jefe en abril de 1935. El general Cárdenas no gustaba de los prostíbulos y era un activo promotor de cerrarlos. Ya apresurada por Garcés, Graciela recuperaba como podía sus contactos de épocas revolucionarias: “Desde 1912 para acá los conozco a todos”, presumía, dominando ya las artes de las relaciones públicas. Ahora que la casa podría correr peligro se hizo de una argucia para defenderla: organizaría fiestas privadas con facilidades para los asistentes. Algunos tendrían privilegios con tal de que la ayudaran a sostenerse. Mesías estaba feliz por tan eficiente respuesta y reservó una encerrona solamente para su círculo de amigos. Se acercaban las fiestas de fin de año de 1934. —Pa’ dentrines nos van a dar muchachas si no me pongo águila, así que pasen revista a sus amigos y denme las direcciones y los teléfonos, no se hagan patas. Quiero ver quién me falta. Apúrense porque en una de ésas se quedan sin madre que las proteja. Programó para su campaña —burlándose de la realizada por el general Cárdenas, la primera en que un candidato visitara todos los estados—, como fiesta inicial, la de su especie de socio, a mediados de diciembre. Garcés pidió que preparasen bocadillos y comida de Puebla, una buena reserva de Dom Perignon y coñac. Quiso que llevaran a Lucha Reyes a como diera lugar, vestida de china poblana, y se le antojó escuchar unos valses. Llegó el 16 de diciembre, celebración de la primera posada. Prepararon piñatas, ponche y velitas para el canto de los peregrinos. El chiste era tan obvio que Graciela no pudo evitar el sarcasmo: “Qué buena idea, mi general, no se me hubiera ocurrido. Las mujeres darían entrada a los santos peregrinos”. La sorpresa de verdad llegó al reposar la cena, cuando se suponía que las parejas comenzarían a emigrar a las habitaciones. Escuchaban un vals y la plática se desvió hacia uno de los temas políticos del momento: el ascenso del nazismo. Ramsés Escudero, con empleo de editor de noticias en jefe de un diario de reciente creación en la ciudad, rememoró los orígenes del nacionalsocialismo: Stalin había desvirtuado la doctrina comunista. Todos comenzaron a hablar de las buenas intenciones del comunismo auténtico. —¿Comunista? Comunista verdadero, yo, por la misma razón por la que soy católico, sí, señor —se pronunció el general. Siguieron hablando de las aspiraciones de Hitler para liberar al pueblo alemán de la amenaza judía que, ciertamente, acordaban todos, tenía controlado al mundo. Graciela, como siempre, hilaba respuestas a algunas de sus preguntas sobre política aprovechando las conversaciones. —Yo, que ando abriendo empresas por todos lados para beneficiar a la gente. Arriesgándome a perder dinero y sacándole al gobierno créditos para que no los gasten en otra cosa. Si la gente no trabaja bien, yo soy el que pongo la cara y recibo todas las reclamaciones, pero el caso es que ahora hay muchos empleos que de otra forma no existirían. ¡Ah!, y no nada más eso, también logré sacar al gringo Hearst del país. ¡Salud por México! —celebró orgulloso el general, quien estaba obligado a retirarse porque lo esperaba un vuelo a Juárez, siempre Juárez—. Me van a disculpar —dijo, sobando el lóbulo de la oreja de la Güera—, pero debo atender una diligencia. A ver si logro establecer otra empresa en El Paso. El resto de los invitados no extrañarían tanto a Garcés. Se entusiasmaron discutiendo acerca de Hitler; de hecho, se desinhibieron al grado de dar santo y seña sobre actividades de nacionalsocialistas en México, así como de diversas intentonas de acercarse a gobiernos mexicanos. Ya desde la Revolución, agentes alemanes se habían acercado a varios de sus líderes, entre los que estaba el general Villa, y ahora, el propio presidente. De casualidad, uno de ellos llevaba una bandera nazi, que le dio por extender en la barra cantinera sin pedir permiso. Surgieron observaciones eruditas sobre la extensión del fascismo en Europa y datos de sus cabecillas en diferentes países: Benito Mussolini, Primo de Rivera. Otro participante del convivio, que venía de Guanajuato, leyó una carta que pretendía dirigir a la Academia Alemana de Ciencias Políticas y Jurídicas: En mi patria tiene lugar una revaloración político-social que seguramente conducirá a un confrontamiento de dos posiciones: una marxista-internacionalista y otra nacional-socialista. Las nuevas experiencias y experimentos alemanes han sido y serán una ayuda insuperable para esa clara delimitación de los frentes, pues han demostrado cuán serio es el peligro del comunismo internacional [...] Analizaré nuestra verdadera situación a este respecto, como ya lo estoy haciendo en el diario Novedades. En otro comentario sustancioso, otro de los asistentes insistió en puntualizar de nuevo algunos de los intereses alemanes en México desde la Revolución, para lo cual —justificó— los diplomáticos de ese origen debieron acercarse a los bandos más representativos. Sin embargo —subrayó—, dada la preeminencia de los intereses británicos, nunca fue posible. De todos modos, no descartó las bondades de una colaboración, que ahora hallaría probablemente nuevos obstáculos con la llegada al poder de Cárdenas. —Efectivamente —señaló un parroquiano más—, el interés del Führer en México debe ser grande —dijo, poniendo énfasis en que hacía una mera suposición—, pues sabe que en ningún lugar del mundo podían las estructuras económicas de dos países complementarse como las de México y Alemania. Todas las materias primas de que ellos carecen, existen en México en grandes cantidades, mientras que Alemania con sus productos industriales podría suministrar a México todos los medios para explotar sus recursos minerales, para mejorar y ampliar el sistema de transporte y crear industrias nacionales, incluso bajo las directrices del Plan Sexenal —señaló, esta vez de manera contundente—. Además, ningún otro país en el mundo, salvo Alemania, podría tener interés en incrementar la producción mundial de materias primas y de productos agrícolas mediante el desarrollo en gran escala de la riqueza mineral de México y de su producción agrícola, dando lugar así al surgimiento de un nuevo competidor en todas las esferas. México, por lo tanto, tendría que contar con que la exportación de sus productos a los mercados mundiales hallaría oposición en todas partes, con presiones de todo tipo, pero particularmente por parte de los países económicamente poderosos: Estados Unidos y Gran Bretaña. En consecuencia, la explotación de los recursos económicos de México debería complementarse con la adquisición de un mercado seguro. Tal mercado existe en Alemania siempre y cuando México estuviera dispuesto a importar, en cantidades mucho mayores que hasta ahora, productos industriales alemanes a cambio —terminó la perorata que parecía de memoria, acariciando su barba y mirando pistiojo al resto de los asistentes. Graciela era toda oídos. Por supuesto que ignoraba bien a bien de lo que se hablaba, pero siempre ponía cara de que cualquier tema le resultaba familiar. El ambiente se calentó, los caballeros competían a ver quién sabía más detalles… Agustín Lara y Graciela Olmos. Foto: www.nuestrostrios.blogspot.mx —Todos aquí son muy valientes — casi gritó, Graciela—. ¿Quieren un poco de música? ¿Están a gusto con las muchachas? —un guardaespaldas se acercó a decirle que había tocado a la puerta un cliente acompañado por otro señor—. Pero ustedes ya saben que hay fiesta privada, díganles que hoy no recibimos —refunfuñó la dueña. —Sí, pero el señor es muy insistente, que porque su acompañante es diplomático y sale mañana del país. —¿Está de necio? —No; al contrario, señora, es muy amable. —Diplomático de dónde… —inquirió Graciela. —De España, señora… —¿Es del gobierno? —No, señora… —respondió el interrogado ya con impaciencia. Graciela dudó mucho pero no resistió la curiosidad de ir a verificar el charolazo, ¡decirle que no a un diplomático!, y fue a asomarse: —Dígame, joven. El joven tartamudeó, cosa a la que aquellas mujeres empezaban a acostumbrarse, aun sin ser conscientes de lo fuerte de su presencia ante los hombres. —Señora divina, disculpe la imprudencia, pero… le presento al ex secretario de… que viene de España y se va mañana. Yo le dije que esta casa es muy especial… y… —Pasen pues, pero hay una fiesta privada. No los puedo atender como se debe… —accedió, impulsiva, la Bandida. —No se preocupe, lo importante es estar un rato en su casa, que ya es muy famosa. Los hombres entraron; Graciela envió a algunas mujeres y servicio a un salón anexo a la sala central, donde continuaban las alabanzas nazis. La Bandida comenzó a sentir simpatía por esos botarates boquiabiertos, maravillados con la casa, paralizados al recibir a las doncellas, como dijo el español, que llegaron para hacerles compañía. Pidieron de cenar mientras Graciela regresó a la fiesta principal. Yolanda, que logró zafarse de aquella punta de pelafustanes, se sintió muy bien con la timidez del joven mexicano, que resultó periodista y dueño de una librería heredada de su padre. —Pero ¿qué hace una muchacha tan delicada como usted en un lugar así? —le preguntó el joven con ojitos de borrego a medio morir. —Aquí me cuidan mejor que en ningún otro lugar —contestó Yolanda, sin perder su incontenible costumbre de arremedar—; no me verías así de bonita ni de delicada ni de distinguida porque no nací en cuna de oro, chiquillo. ¿Ves cómo es mejor estar aquí? —se le acercó muy de frente, sujetándole la barbilla y extendiendo uno de sus largos dedos para repasarlo por su rostro, faltando al mandamiento “No tocarás”, impuesto por Graciela—. ¿Cómo te llamas? —Conrado Sanmartín —respondió, sin poder arrancar los ojos del escote de Yolanda. Ella, siguiendo esta vez las directrices de la casa, mostró sus notables senos sin acercarse mucho más. El español, mudo y visiblemente rígido, poniendo boca de raya, se limitaba a mover nerviosamente los ojos por la entera geografía de las mujeres. —Y ¿hoy no estás ocupada?… ¿Cuánto?… ¿Cuánto? —¿Para cuánto te gusto? —sonrió socarronamente Yolanda. Conrado no reparó en lo que dijo: —Para cuanto dure y cueste mi vida… —¡Ah, qué hombre me saliste! —respondió, de veras sorprendida—. ¡Me cuadras completito! —exhaló, dejándole caer su aliento en el rostro. La fiesta fue animándose en la inmensa sala central. Se sobre- saltaron un poco creyendo escuchar una que otra voz en cuello diciendo: “¡Heil, Hitler!”, mientras aumentaba poco a poco el taconeo incipiente de una marcha militar, con la cual fueron emparejándose el resto de los comensales, quienes caballerosamente invitaron a integrarse a las más de cuarenta expectantes damas. Uno de los participantes, en vez de unirse a la marcha, se acercó a preguntarle a Graciela sobre las razones de su desaparición momentánea. Ella respondió que un diplomático, de los que suelen venir a la casa, subrayó con lentitud, había ido a cenar y que no se le podía negar el servicio. —Pero, Graciela, esta fiesta es privada —y acto seguido llamó a uno de sus guardaespaldas—. Voy a tener que ver quién es, Graciela —ella asintió mientras el corazón se le subía a la garganta. —Discretamente, por favor —suplicó. El tipo se asomó al salón y quedó petrificado en el acto, al igual que el diplomático español. Regresó por Graciela, jalándola del cabello para preguntarle: —¿Qué carajos hace ese maldito rojo español aquí?, ¿estás colaborando con él para que nos espíe? —y la puso de rodillas, inmisericorde, mientras el desfile militar se alejaba ya hacia las habitaciones. —Él me dijo que venía en misión de parte de La Falange —mintió abiertamente Graciela, tratando de confundir a su opresor, haciéndose a su vez la confundida y aprovechando la información que recién había oído—. Creo que me engañó. Porque… sépanlo ustedes dos —continuó, entrando de veras en pánico—, ¡aquí respetamos a generales como Franco! ¡Lárguense! —dijo en un grito, mezcla de miedo y súplica—. Que los acompañe mi seguridad a la salida. ¡Órale, reaccionen! El par de hombres salió huyendo. Yolanda quiso enganchar la mirada de Conrado antes de irse. Cínicamente, caminó frente al amigo de Garcés para distraer como fuera su atención de Graciela, hasta que finalmente el amigo del general la botó contra el piso. —Verás cómo esto no se queda así. Pobre de ti si dejaste entrar espías comunistas —amenazó el hombre, dirigiéndose a la salida. Yolanda levantó a Graciela pasmada, imposibilitada para llorar. —Ya, mamita, ¡tráiganle un sotol y un bolillo seco para el susto! Graciela amaneció amarilla. Una parte de ella reconocía la ayuda de Garcés; hasta le dedicaría un corrido, que estrenaría al cabo del tiempo… Pepito con V de verga, comunista de los buenos y millonario de veras. Soldado sin uniforme nuevo, revolucionario enérgico, coronel de verbo y fuego. Tú pones el ejemplo a los ricos de esta tierra de cómo se gasta el dinero. … pero no imaginó hasta dónde llegaría el berrinche.